La crónica de una verja fronteriza muy anunciada

 La crónica de una verja fronteriza muy anunciada

En el poblado haitiano de Los Algodones, justo en la frontera entre Haití y República Dominicana, el punto divisorio número 75 marca la separación entre los dos países. La pirámide, como se le conoce, se supone que delimita el territorio de cada nación, pero para los que viven allí, ese monolito de concreto es más un artículo decorativo que un ente disuasorio.

Los haitianos residentes allí se pasan de un lado a otro de la teórica línea fronteriza a toda hora y sin el más mínimo pudor. La costumbre ha borrado de su cabeza la idea de que el patio de su vecindario es otro país, por lo que les es inconcebible que sus vecinos dominicanos pretendan construir una cerca que les limite el paso al bosque en el que juegan los niños.

“Haitianos y dominicanos son vecinos y uno vive de otro, por eso para mí no queremos eso de la verja. En esta frontera los dominicanos y haitianos tenemos buena relación, ellos vienen acá a buscar cosas y nosotros allá”, afirma el profesor Delonés Devilnor, quien da clases en la escuela de Los Algodones y que parece no entender las razones por las cuales el presidente dominicano Luis Abinader quiere construir una verja fronteriza en alrededor de 200 de los 380 kilómetros que componen la línea separatoria entre ambos países.

Abinader anunció el pasado 27 de febrero: “En la segunda mitad de este año 2021, empezaremos a construir en la línea divisoria entre ambos países: República Dominicana y Haití. Las nuevas medidas de refuerzo de la seguridad, que combinarán los medios físicos y tecnológicos, incluirán una doble verja perimetral en los tramos más conflictivos y una simple en el resto, además de sensores de movimiento, cámaras de reconocimiento facial, radares y sistemas de rayos infrarrojos”.

El mandatario agregó: “Con todo ello y en un plazo de dos años, queremos poner fin a los graves problemas de inmigración ilegal, narcotráfico y tránsito de vehículos robados que padecemos desde hace años y lograr la protección de nuestra integridad territorial que llevamos buscando desde nuestra independencia”.

El plan de Abinader no es nuevo, pues da continuidad a una idea que materializó el pasado presidente Danilo Medina, quien dejó instalados unos 23 kilómetros de verja perimetral, distribuidos entre los puntos fronterizos de Jimaní y Elías Piña.

Su interés, además de factores de seguridad e inmigración, se centra en poder captar parte del botín que hoy se lleva el comercio informal en la frontera, el cual ascendió a 429.6 millones de dólares en el 2017, según el “Estudio Económico Mercado Fronterizo Dominico-Haitiano 2014-2018”, emitido a finales de abril pasado por el Banco Central de la República Dominicana.

Las cifras son escandalosas. Del total del contrabando, 331.5 millones de dólares son exportaciones hacia Haití, mientras que desde territorio haitiano se importan 98.1 millones de materia comercial.

La estrategia dominicana intenta poner coto a ese tráfico ilegal, incluido el humano, al tratar de concentrar el paso de cualquier mercancía por los puntos fronterizos regulados y no por rutas informales que permitan burlar los controles migratorios y aduanales a ambos lados de la frontera.

La propuesta de Abinader fue recibida con una ovación en el salón de la Asamblea Nacional y en los círculos políticos que ven en la frontera un problema de seguridad nacional. Para quienes viven allí, sin embargo, el panorama es diferente.

Diario Libre visitó seis localidades fronterizas, formales e informales, desde el sur hasta el norte de la frontera, un viaje que nos llevó a Pedernales, de ahí a Jimaní, luego a Elías Piña, para entonces tomar la Carretera Internacional y concluir en Dajabón y Montecristi.

Durante el trayecto, múltiples personas dieron sus perspectivas, algunas dando la cara, otras no. Las opiniones son diversas, pero lo que queda claro es que la frontera es otro mundo y para entenderla hay que ir a conocerla de primera mano, no tocando de oído.

Pedernales

En el punto más al sur de la frontera, se encuentra el paso de Pedernales, el cual es dividido por un río seco, de una tierra y piedras blancas que contrastan con la piel oscura e intensa de los miles de haitianos que a diario pasan por ella.

Del otro lado está el poblado haitiano de Anses à Pitre, una zona residencial donde la pobreza resalta a simple vista, que vive del contrabando y del comercio con el lado dominicano. Sin ese ingrediente, esa población no tiene mucho sentido.

“Nosotros vivimos de comerciar, de contrabandear todo lo que se pueda. Llevamos a Haití desde hielo y harina, hasta carros casi completos en piezas. De Haití traemos ron, cigarrillos, hay quien entra droga, pero con eso no estoy de acuerdo”, explica a Diario Libre un haitiano “con papeles” que llamaremos Robert, quien fanfarronea diciendo que es quien controla lo que pasa y lo que no por los portones de ambas naciones.

El río Pedernales, pese a estar seco la mayor parte del año, es traicionero. Cuando llueve en las montañas nadie se da cuenta y entonces baja la crecida, llevándoselo todo. La última vez que eso pasó fue en agosto de 2020 y las embravecidas aguas se cargaron el puente que une ambos lados, mientras un oficial fronterizo dominicano se ahogó, cuando el río se salió de su cauce, causando estragos mayúsculos.

La crecida y la falta del puente dejó el paso maltrecho por varias semanas, lo que complicó el vaivén de gente que aquí se da a diario, un pasa y pasa que se gesta con controles mínimos, pues este lugar opera más como una comunidad funcional, que como una frontera restrictiva.

“Ni a ellos ni a nosotros les conviene que se caliente la frontera, así que todo el mundo ayuda a identificar quién es de aquí y quién no, para mantener la paz”, dice a Diario Libre el oficial Contreras, a cargo del turno de apertura en una mañana calurosa de abril.

La cercanía de estas dos poblaciones le da otra tónica a la relación bilateral en esta zona. Aquí mucha gente de un lado y otro se conoce, hay vínculos maritales, familias que viven separadas solo por el lecho del río, niños dominicanos que van a la escuela en Haití, haitianos que ven médicos del lado dominicano, en fin, la línea fronteriza es muy borrosa en la práctica.

Esa cotidianidad llega a tal punto que cuando el portón fronterizo -la entrada oficial a República Dominicana- está cerrado, los ciudadanos se cruzan por un espacio roto en la verja o simplemente suben por la orilla del río en una zona que no hay verja y que supuestamente es vigilada por oficiales fronterizos, aunque las garitas usualmente están vacías.

La informalidad es mucha y a los guardias del lado dominicano parece no afectarles en lo más mínimo, porque aquí, como en todas partes, existen reglas básicas de convivencia.

“Si un haitiano intenta pasar droga, meter gente para quedarse de este lado o trata de pasar mercancía para vender en horas que no está autorizado, sabe que nos vamos a enterar y los vamos a meter presos. Ellos lo saben y la mayoría se comporta bien y estamos en paz. Pero hay veces que las cosas se ponen malas y tenemos que cuidarnos, porque los vecinos son violentos y nos pueden cortar la cabeza”, explica a Diario Libre un oficial que prefiere no decir su nombre, mientras observa con su fusil en mano a un grupo de niños cruzar el río y penetrar al lado dominicano por el hueco en la verja.

“Esos son carajitos que se la pasan jugando por aquí y buscándose un dulce o algo, no molestan y saben que no pueden pasarse más allá del mercado”, dice.

Los guardias fronterizos también deben comportarse para mantener la paz comunitaria. Deben evitar golpear a la gente, confiscarle los productos cuando son para consumo familiar y no abusar, sobre todo con aquellos haitianos que tienen papeles y todo el derecho de cruzar cuando quieren entre un país y otro.

“Nosotros les pagamos a ellos buen dinero para que nos dejen ir y venir. Los niños no pagan nada y, a veces, la gente los usa para pasar cosas, y eso no debe ocurrir. Pero a veces mandan a los guardias a hacer operativos y se ponen violentos, eso hace que nosotros también nos pongamos violentos, porque nosotros les pagamos buen dinero para que nos dejen hacer lo nuestro”, señala Robert, el autodenominado “mayor contrabandista” de esta zona.

Las tarifas dependen de lo que se quiera pasar y del oficial a cargo. Se pagan en cualquier moneda, sea pesos dominicanos o gourdes haitianos, aunque el dólar es el más apreciado cuando las cantidades son altas. El “peaje” es cobrado por el paso diario con o sin artículos para consumo privado, por mercancía con valor comercial, por la entrada sin papeles (con la condición de que regresará a Haití), entre otros criterios, aseguran haitianos consultados en el paso fronterizo.

Cuando llega algún guardia nuevo o se desata algún operativo especial, normalmente se violentan los acuerdos no escritos de convivencia y los haitianos toman sus represalias.

“Ellos agarran la verja, la cortan y se la llevan casi completa. Es su forma de protestar. Igual, dejan de pasar para acá y eso detiene el comercio, y nos afecta a todos, pues aquí el comercio con ellos es lo que mueve casi todo del lado dominicano”, sostiene el oficial.

Robert “El Contrabandista” concuerda con él.

“A veces nos dan palos, nos dan con el fusil y abusan, todo porque vino algún jefe nuevo o tienen que hacer su show para los jefes de la capital. Nosotros hacemos lo de nosotros, dejamos de pasar y no les pagamos, eso les duele más a ellos, y las cosas se ponen normales”, expresa.


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