La crónica de una verja fronteriza muy anunciada
En el poblado haitiano de Los Algodones, justo en la frontera entre Haití y República Dominicana, el punto divisorio número 75 marca la separación entre los dos países. La pirámide, como se le conoce, se supone que delimita el territorio de cada nación, pero para los que viven allí, ese monolito de concreto es más un artículo decorativo que un ente disuasorio.
Los haitianos residentes allí se pasan de un lado a otro de la teórica línea fronteriza a toda hora y sin el más mínimo pudor. La costumbre ha borrado de su cabeza la idea de que el patio de su vecindario es otro país, por lo que les es inconcebible que sus vecinos dominicanos pretendan construir una cerca que les limite el paso al bosque en el que juegan los niños.
“Haitianos y dominicanos son vecinos y uno vive de otro, por eso para mí no queremos eso de la verja. En esta frontera los dominicanos y haitianos tenemos buena relación, ellos vienen acá a buscar cosas y nosotros allá”, afirma el profesor Delonés Devilnor, quien da clases en la escuela de Los Algodones y que parece no entender las razones por las cuales el presidente dominicano Luis Abinader quiere construir una verja fronteriza en alrededor de 200 de los 380 kilómetros que componen la línea separatoria entre ambos países.
Abinader anunció el pasado 27 de febrero: “En la segunda mitad de este año 2021, empezaremos a construir en la línea divisoria entre ambos países: República Dominicana y Haití. Las nuevas medidas de refuerzo de la seguridad, que combinarán los medios físicos y tecnológicos, incluirán una doble verja perimetral en los tramos más conflictivos y una simple en el resto, además de sensores de movimiento, cámaras de reconocimiento facial, radares y sistemas de rayos infrarrojos”.
El mandatario agregó: “Con todo ello y en un plazo de dos años, queremos poner fin a los graves problemas de inmigración ilegal, narcotráfico y tránsito de vehículos robados que padecemos desde hace años y lograr la protección de nuestra integridad territorial que llevamos buscando desde nuestra independencia”.
El plan de Abinader no es nuevo, pues da continuidad a una idea que materializó el pasado presidente Danilo Medina, quien dejó instalados unos 23 kilómetros de verja perimetral, distribuidos entre los puntos fronterizos de Jimaní y Elías Piña.
Su interés, además de factores de seguridad e inmigración, se centra en poder captar parte del botín que hoy se lleva el comercio informal en la frontera, el cual ascendió a 429.6 millones de dólares en el 2017, según el “Estudio Económico Mercado Fronterizo Dominico-Haitiano 2014-2018”, emitido a finales de abril pasado por el Banco Central de la República Dominicana.
Las cifras son escandalosas. Del total del contrabando, 331.5 millones de dólares son exportaciones hacia Haití, mientras que desde territorio haitiano se importan 98.1 millones de materia comercial.
La estrategia dominicana intenta poner coto a ese tráfico ilegal, incluido el humano, al tratar de concentrar el paso de cualquier mercancía por los puntos fronterizos regulados y no por rutas informales que permitan burlar los controles migratorios y aduanales a ambos lados de la frontera.
La propuesta de Abinader fue recibida con una ovación en el salón de la Asamblea Nacional y en los círculos políticos que ven en la frontera un problema de seguridad nacional. Para quienes viven allí, sin embargo, el panorama es diferente.
Diario Libre visitó seis localidades fronterizas, formales e informales, desde el sur hasta el norte de la frontera, un viaje que nos llevó a Pedernales, de ahí a Jimaní, luego a Elías Piña, para entonces tomar la Carretera Internacional y concluir en Dajabón y Montecristi.
Durante el trayecto, múltiples personas dieron sus perspectivas, algunas dando la cara, otras no. Las opiniones son diversas, pero lo que queda claro es que la frontera es otro mundo y para entenderla hay que ir a conocerla de primera mano, no tocando de oído.
Pedernales
En el punto más al sur de la frontera, se encuentra el paso de Pedernales, el cual es dividido por un río seco, de una tierra y piedras blancas que contrastan con la piel oscura e intensa de los miles de haitianos que a diario pasan por ella.
Del otro lado está el poblado haitiano de Anses à Pitre, una zona residencial donde la pobreza resalta a simple vista, que vive del contrabando y del comercio con el lado dominicano. Sin ese ingrediente, esa población no tiene mucho sentido.
“Nosotros vivimos de comerciar, de contrabandear todo lo que se pueda. Llevamos a Haití desde hielo y harina, hasta carros casi completos en piezas. De Haití traemos ron, cigarrillos, hay quien entra droga, pero con eso no estoy de acuerdo”, explica a Diario Libre un haitiano “con papeles” que llamaremos Robert, quien fanfarronea diciendo que es quien controla lo que pasa y lo que no por los portones de ambas naciones.
El río Pedernales, pese a estar seco la mayor parte del año, es traicionero. Cuando llueve en las montañas nadie se da cuenta y entonces baja la crecida, llevándoselo todo. La última vez que eso pasó fue en agosto de 2020 y las embravecidas aguas se cargaron el puente que une ambos lados, mientras un oficial fronterizo dominicano se ahogó, cuando el río se salió de su cauce, causando estragos mayúsculos.
La crecida y la falta del puente dejó el paso maltrecho por varias semanas, lo que complicó el vaivén de gente que aquí se da a diario, un pasa y pasa que se gesta con controles mínimos, pues este lugar opera más como una comunidad funcional, que como una frontera restrictiva.
“Ni a ellos ni a nosotros les conviene que se caliente la frontera, así que todo el mundo ayuda a identificar quién es de aquí y quién no, para mantener la paz”, dice a Diario Libre el oficial Contreras, a cargo del turno de apertura en una mañana calurosa de abril.
La cercanía de estas dos poblaciones le da otra tónica a la relación bilateral en esta zona. Aquí mucha gente de un lado y otro se conoce, hay vínculos maritales, familias que viven separadas solo por el lecho del río, niños dominicanos que van a la escuela en Haití, haitianos que ven médicos del lado dominicano, en fin, la línea fronteriza es muy borrosa en la práctica.
Esa cotidianidad llega a tal punto que cuando el portón fronterizo -la entrada oficial a República Dominicana- está cerrado, los ciudadanos se cruzan por un espacio roto en la verja o simplemente suben por la orilla del río en una zona que no hay verja y que supuestamente es vigilada por oficiales fronterizos, aunque las garitas usualmente están vacías.
La informalidad es mucha y a los guardias del lado dominicano parece no afectarles en lo más mínimo, porque aquí, como en todas partes, existen reglas básicas de convivencia.
“Si un haitiano intenta pasar droga, meter gente para quedarse de este lado o trata de pasar mercancía para vender en horas que no está autorizado, sabe que nos vamos a enterar y los vamos a meter presos. Ellos lo saben y la mayoría se comporta bien y estamos en paz. Pero hay veces que las cosas se ponen malas y tenemos que cuidarnos, porque los vecinos son violentos y nos pueden cortar la cabeza”, explica a Diario Libre un oficial que prefiere no decir su nombre, mientras observa con su fusil en mano a un grupo de niños cruzar el río y penetrar al lado dominicano por el hueco en la verja.
“Esos son carajitos que se la pasan jugando por aquí y buscándose un dulce o algo, no molestan y saben que no pueden pasarse más allá del mercado”, dice.
Los guardias fronterizos también deben comportarse para mantener la paz comunitaria. Deben evitar golpear a la gente, confiscarle los productos cuando son para consumo familiar y no abusar, sobre todo con aquellos haitianos que tienen papeles y todo el derecho de cruzar cuando quieren entre un país y otro.
“Nosotros les pagamos a ellos buen dinero para que nos dejen ir y venir. Los niños no pagan nada y, a veces, la gente los usa para pasar cosas, y eso no debe ocurrir. Pero a veces mandan a los guardias a hacer operativos y se ponen violentos, eso hace que nosotros también nos pongamos violentos, porque nosotros les pagamos buen dinero para que nos dejen hacer lo nuestro”, señala Robert, el autodenominado “mayor contrabandista” de esta zona.
Las tarifas dependen de lo que se quiera pasar y del oficial a cargo. Se pagan en cualquier moneda, sea pesos dominicanos o gourdes haitianos, aunque el dólar es el más apreciado cuando las cantidades son altas. El “peaje” es cobrado por el paso diario con o sin artículos para consumo privado, por mercancía con valor comercial, por la entrada sin papeles (con la condición de que regresará a Haití), entre otros criterios, aseguran haitianos consultados en el paso fronterizo.
Cuando llega algún guardia nuevo o se desata algún operativo especial, normalmente se violentan los acuerdos no escritos de convivencia y los haitianos toman sus represalias.
“Ellos agarran la verja, la cortan y se la llevan casi completa. Es su forma de protestar. Igual, dejan de pasar para acá y eso detiene el comercio, y nos afecta a todos, pues aquí el comercio con ellos es lo que mueve casi todo del lado dominicano”, sostiene el oficial.
Robert “El Contrabandista” concuerda con él.
“A veces nos dan palos, nos dan con el fusil y abusan, todo porque vino algún jefe nuevo o tienen que hacer su show para los jefes de la capital. Nosotros hacemos lo de nosotros, dejamos de pasar y no les pagamos, eso les duele más a ellos, y las cosas se ponen normales”, expresa.
“Es un dinero que se va a perder, porque al final los militares nos pedirán más cuartos, seguirá cruzando la gente y nos afectaremos los pobres, como siempre”
Los dos lados detestan las bandas de delincuentes que operan en Haití con impunidad y que hacen más dura la ya compleja vida en estos parajes secos y polvorientos. De vez en cuando, los delincuentes aparecen para robarle todo a sus conciudadanos y más de una vez han cruzado para asaltar a los guardias dominicanos y quitarles sus armas de fuego.
Esa realidad ha provocado que algunas garitas de vigilancia en la frontera estén vacías. Diario Libre constató que, incluso, en la base de una de ellas, a poco más de un kilómetro del puesto fronterizo, alguien tiene instalado un colchón, con sábanas y todo, como si se tratara de su lugar de vivienda.
Por esos parajes, donde no hay verja ni vigilancia extrema, los haitianos van y vienen sin ninguna supervisión, pues se impone una suerte de código de honor.
“En este rato aquí vimos mucha gente cruzar por la zona del río que no hay verja, ¿cómo saben que van a volver?”, pregunta Diario Libre al soldado que prefiere el anonimato.
“Nosotros nos conocemos. Esa gente viene de este lado a trabajar la tierra, en una casa, a construir, a comprar algo de comida y se regresa, no es peligrosa. El que va a hacer algo malo no opera por aquí, lo hace por el mar o se mete tierra adentro, cerca de las montañas”, afirma.
El punto de contacto de Pedernales está, en esencia, bajo control, pero un control que desde la visión de la capital no sería el que se espera, pues no hay una disciplina rígida, más bien reina el pragmatismo de la convivencia diaria, algo que riñe con la mano dura que la presidencia de Luis Abinader y algunos sectores políticos quieren fomentar.
Entonces, la pregunta es, ¿servirá de algo la verja divisoria que propone el presidente?
“Nosotros no vemos bien esa idea, porque nos hace daño, pero ellos lo pueden hacer, porque es su país y es su manera de poner orden… Pero nosotros, en la frontera, hacemos negocios entre los dos, los haitianos compramos muchas cosas: hielo, comida y muchas cosas que no hay en Haití, así que traemos mucho dinero a los dominicanos… Aquí todos nos conocemos y vivimos en paz”, dice a Diario Libre el haitiano Renold Sander, de 34 años.
Varios oficiales, curiosos de la presencia de los periodistas de Diario Libre y pidiendo que no se publiquen sus nombres para evitarse líos con la oficialidad, coinciden en que la verja podría ayudar en algo, pero no resolverá el problema esencial del flujo migratorio ilegal.
“A nosotros aquí nos ayudará cuando vienen los grupos esos con armas a tratar de atracarnos, eso creo que ayudará. No creo que cambie mucho el resto de las cosas, porque los contrabandistas se las inventan para mantener su negocio y los que se portan bien pasan sin problemas por aquí”, dice uno de ellos.
Los militares aseguran que los consultores israelíes a cargo de la propuesta de construcción de la verja han pasado por allí a estudiar la zona. Sus voces, afirman, no han sido solicitadas para el plan maestro de dividir las dos naciones con una barrera física artificial, como tampoco la de los ciudadanos que cruzan de un lado y del otro a diario.
“Es un dinero que se va a perder, porque al final los militares nos pedirán más cuartos, seguirá cruzando la gente y nos afectaremos los pobres, como siempre”, dice un vendedor de hielo casero que toda la vida ha vivido de cruzar para Haití a llevar su producto y que con más de 50 años no sabe ni deletrear su nombre, que suena a Jonassaint.
“Esos cuartos deben dárnoslos a nosotros, que nos jugamos la vida aquí a diario”, afirma otro de los soldados, con una mirada que resalta por sobre el rostro oculto por su mascarilla y el pesado casco protector de reglamento.
Así, en Pedernales existe el consenso de que la verja fronteriza no cambiará las cosas, más bien, interferirá con un flujo establecido por el cúmulo de la experiencia y de los años, que deja beneficios a ambos lados de la frontera y mantiene viva a la provincia que es el punto de inicio o la conclusión -dependiendo la perspectiva- de la división entre Haití y República Dominicana.
Jimaní
Van a ser las 8:00 de la mañana y es día de mercado en Jimaní, el punto fronterizo más cercano a la capital haitiana, Puerto Príncipe. Una hilera de cientos de vehículos cargados con todo tipo de mercancías se extiende por kilómetros, bordeando la carretera junto al lago salado Saumâtre, esperando su turno para entrar a suelo dominicano. A su vez, varios miles de personas aguardan bajo el recién salido sol mañanero para cruzar al mercado binacional.
La diferencia con Pedernales en sustancial. El puesto fronterizo dominicano por estos lares está mejor enclavado, pues fue remozado por completo por el pasado presidente Danilo Medina, y hay hasta un restaurante. Las montañas y el lago componen una barrera natural, pero un amplio pedazo de cerca, construido entre 2019 y 2020, resguarda por casi 15 kilómetros la frontera, allí donde las montañas y el lago no complican el paso.
Estar tan cerca de Puerto Príncipe hace que este lugar sea el más peligroso de la línea fronteriza, pues además son varias las comunidades haitianas enclavadas en los alrededores del lago, lo que la convierte en una zona compleja, porque aunque no está tan cercana como en Pedernales, sí es mucho más populosa.
Por aquí se mueve todo lo que se envía para Puerto Príncipe o va para el sur-oriente de la República Dominicana, por lo que es el principal punto fronterizo. Se estima que hasta el 50 % del comercio entre los dos países usa este paso. Igualmente, el contrabando de todo tipo es muy usual y los oficiales fronterizos deben andar con los ojos bien abiertos.
Dado que se detiene a una fracción de la gente o de los vehículos que entran, los guardias actúan en este punto por instinto o reconocimiento, además de la ayuda de un sistema de cámaras y tecnología instaladas por el gobierno de Medina. Su trabajo diario les permite definir alguna cara no conocida, un transeúnte que luce inocente -aunque va cargado de mercancía para la venta- o un vehículo que lleva algo más que algún saco de arroz.
Un oficial con una gorra de la división de inteligencia J-2 se para frente a los portones y comienza a fiscalizar el movimiento de personas. Desde allí da indicaciones de a quién parar, a quién mandar a Aduanas o Migración, o simplemente a quién no dejar entrar.
Una mujer haitiana de blusa gris y turbante violeta intenta entrar y le bloquean el paso. Busca pasar varias veces, pero no lo logra. El militar en el portón le dice a Diario Libre que es una vendedora, que siempre quiere meterse y vender sin permiso. Ella se niega a hablar con el periodista, pero permanece oculta tras el portón en la zona franca que divide los dos puntos fronterizos, donde opera un mercado haitiano. Espera pacientemente su oportunidad y en un descuido de los oficiales del portón y del J-2 se cuela al lado dominicano y se pierde entre la multitud.
“No podemos pararlos a todos”, dice uno de los militares con mala cara, cuando se le pregunta por el complejo vaivén de personas.
El del J-2 asegura que su trabajo esencial es detener el contrabando, pues por allí intentan pasar mercancías sin pagar impuestos o de manera ilegal. “Una vez encontramos 11 millones de dólares en sacos de arroz. Uno no sabe con qué se va a enredar aquí”, afirma, guardando con celo su identidad.
Aquí no hay inspección a fondo a la vista, ni rayos x en los portones, ni complejos sistemas de detección de mercancía ilícita. Lo que cuenta es el oficio de los militares y el dinero informal que se pasa entre una parte y la otra. Todo se mueve muy rápido y nadie sabe explicar a ciencia cierta cómo deciden a quién detener y a quién no. Lo que sí está claro es que el dinero corre, y Diario Libre notó cuando un haitiano le entregó varios billetes de color verde a unos de los militares, quien le permitió pasar sin mayor complicación y se alarmó por haber sido visto en plena faena.
El grueso del tráfico mañanero viene en ruta Haití-Dominicana, luego, en la tarde, se da a la inversa, una hora peligrosa del lado haitiano, dado que bandas de delincuentes suelen dedicarse a atracar a quienes vuelven de la frontera.
El mercado binacional está compuesto por un sector del lado de la frontera dominicana que tiene ventas al aire libre o dentro de almacenes dispuestos para esos fines. Allí los haitianos autorizados y los dominicanos con permiso venden de todo tipo de cosa, desde alimentos, hasta ropa deportiva de marcas conocidas.
Entre el portón dominicano y el haitiano, opera una zona franca en la cual los haitianos venden, sobre todo, comida para quienes utilizan el paso en una ruta u otra. Los extraños no son bienvenidos por allí y los insultos se escuchan cuando los obturadores de las cámaras se activan. Un valiente que habla español y no le teme a la censura de sus coterráneos le cuenta a Diario Libre lo que ocurre en ese pequeño espacio de tierra, que da la sensación momentánea de estar en una de las polvorientas calles del mercado capitalino en Haití.
“Yo mejor que robar, mejor pido… Soy nacido y criado aquí. Esto es muy difícil. Me paso cruzando para el lado dominicano, buscando comida, pero si un jefe te coge o estás muerto o preso. En Haití está todo muy duro y quisiera que fuera más fácil poder cruzar y volver”, expresa Jeffrey Pierre, haitiano que se busca la vida en este activo punto comercial.
Mientras por tierra el paso parece no detenerse nunca, por agua, en el lago Saumâtre, embarcaciones cargadas de mercancía se dirigen hacia los poblados haitianos o llegan vacías para ser cargadas. Nunca pasan la línea imaginaria que separa un lado del otro y que hoy está visiblemente marcada en la orilla norte del lago por el tipo de verja que el presidente Abinader quiere construir de arriba a abajo en casi toda la franja fronteriza.
“Más dinero para los guardias, eso va a ser la verja. Ahora nos cobrarán más, pero es su país, no podemos hacer nada”
Diario Libre bordeó el lago y llegó hasta el punto donde inicia el cercado, construido con una base de cemento de poco más de un metro de alto y una verja en malla ciclónica de unos tres metros de alto, coronada con serpentinas de filosas púas.
La construcción es de acabado reciente y transita entre las pirámides 252 en Mal Paso y 237 en Las Lajas, por unos 15 kilómetros. No conecta con el lago, eso lo hace una cerca de alambre de púas, muy maltrecha, por donde se cuelan las cabras a tomar agua del lago.
“Hasta las cabras quieren tomar agua de este lado”, dice cándidamente el militar que protege la zona y que se acerca a Diario Libre cauteloso, sin querer, como muchos otros, que digamos su nombre. Asegura que la verja ha ayudado a la seguridad personal de los militares y le ha puesto la situación a los contrabandistas más difícil, pero ellos se las siguen inventando.
“Esa gente corta la verja y cruza. Ahora se intentan meter por el lago de noche. Ahí hemos cogido mucha droga. La verja ayuda, pero no será fácil parar a los que hacen contrabando”, sostiene.
La idea del gobierno de Abinader es que ese tipo de construcción se propague por toda la línea fronteriza y sea acompañada por tecnología de última generación, como la usada en la división entre los enclaves palestinos e Israel, que incluye sensores de movimiento y cámaras infrarrojas, entre otros métodos. El costo de ese proyecto podría alcanzar los 200 millones de dólares, según estimaciones dadas a Diario Libre.
Su efectividad dependerá más de la capacidad del Ejército de República Dominicana para moverse que del sistema en sí mismo, pues el corte de la verja, la destrucción del muro o el desarrollo de túneles no podrá ser impedido, a menos que haya intervención humana.
“Más dinero para los guardias, eso va a ser la verja”, dice a Diario Libre un joven haitiano que dice llamarse Emile, con su cara pegada al portón de entrada en Jimaní, mientras aguarda a que el camino al mercado se abra, un viaje que hace cada semana desde Jondry, del lado haitiano, para conseguir provisiones a mejor precio.
“Ahora nos cobrarán más, pero es su país, no podemos hacer nada”, asegura resignado.
Elías Piña
Casi en el centro de la isla La Española, otro punto fronterizo destaca en el enclave dominicano de Carrizal, en Comendador, en la provincia de Elías Piña, una zona en la cual el experimento de la verja -que se extiende por unos cinco kilómetros desde el portón de paso hasta la pirámide delimitadora 178- provocó en marzo de 2019 una revuelta que dejó muerto a un nacional haitiano a manos de un soldado dominicano.
El incidente, que enfrentó a piedras y a tiros a militares de la Tercera Brigada y civiles haitianos residentes en la zona de Bellàderes, representó el ejemplo de las pasiones que la pretensión del Gobierno dominicano genera entre los residentes fronterizos.
Hoy día, los primeros kilómetros de verja separan sectores residenciales de Haití de su vecino, en lugares que por décadas tenían paso libre entre un lado y el otro. Los haitianos pasan en sus motos, carros o camiones sin mostrar interés alguno por la mole de bloques, concreto y “ciclone fence” que les ha complicado lo que era una vía fácil para el contrabando o la entrada a los poblados dominicanos para buscar provisiones.
Las autoridades dominicanas aseguran que la construcción de la verja en Elías Piña es el mejor ejemplo de cómo su presencia limita las posibilidades del contrabando, incluyendo el trasiego ilegal humano y de drogas.
Los datos oficiales señalan que el aumento en el comercio legal en la zona ha superado el 60 % y las captaciones en Aduanas en ambos lados superan el 250 % desde que se instaló la cerca divisoria, a la cual atribuyen una reducción considerable en la actividad ilegal en el área.
Pero los haitianos creen que la verja no servirá de mucho, si los propios guardias dominicanos continúan con la práctica de cobrar una cuota extraoficial por el uso del paso fronterizo. De hecho, en mayo de este año el encargado de la Dirección Nacional de Control de Drogas (DNCD) de Elías Piña, mayor Ramón Mercedes Cabrera, fue apresado en San Juan de la Maguana con 63 pacas de marihuana en una jeepeta.
“Habrá mucha verja puesta, pero los guardias se hacen más ricos. Desde que hicieron la verja, nos cobran más por pasar al otro lado, aunque se tenga los papeles. A los que comercian, les cobran más. Al final siempre acabamos nosotros pagando”, expresa el ciudadano haitiano de nombre Wilkin, residente de la zona sureña de Jondry, quien miraba por una reja en el portón fronterizo para ver si encontraba un conocido que sería deportado desde Santo Domingo.
Durante la visita de Diario Libre al paso de Elías Piña, dos guaguas de la Dirección General de Migración (DGM) con 109 haitianos indocumentados -nueve mujeres entre ellos- llega al lugar.
Por este punto se ha deportado a una buena cantidad de los sobre 80,000 haitianos indocumentados en la República Dominicana entre enero y abril de 2021.
James Carlos Simeón es uno de ellos. Asegura que es estudiante de Maestro de Construcción en el Centro Profesional Reunido (un pequeño instituto técnico con sede en Santo Domingo Oeste) y que los policías lo detuvieron sin justificación, pero no puede mostrar otro documento que una identificación escolar con fecha del 2020-2021.
“Se llevan al que sea. Yo soy estudiante, no tengo que estar aquí”, grita con desesperación desde el interior del autobús.
En la otra guagua, un hombre joven que dice, sin mucha convicción, llamarse Gerald, cambia informalmente por la ventana del vehículo pesos dominicanos a gourdes haitianos, con un compatriota que mantiene su actividad ilegal a la cara de todo el mundo.
¿Dónde te atraparon?, le pregunta Diario Libre. “En Santo Domingo”, responde. ¿Qué vas a hacer ahora?, se le cuestiona. “Regresar mañana o pasado”, contesta. ¿Pero y los papeles, y la verja?, se le plantea. Encoge los hombros y dice en un español trabado: “Eso lo arreglo con un amigo que tiene contactos para pasarme y llevarme otra vez a Santo Domingo a trabajar”.
El grupo es bajado de uno en uno de los autobuses y llevado al lado haitiano, donde oficiales sanitarios, de migración y policiales de Haití los reciben, tras intercambiar listas y hacer trabajo burocrático con sus contrapartes dominicanos.
“Muchos de esos los vamos a ver de nuevo. Los deportamos y al otro día ya están saltando para acá. Desde que se hizo la verja es más fácil, porque algunos no quieren pasar trabajo y los pillamos pasando por aquí, pero la verja cubre sólo un pedazo y por ahí puede pasar cualquiera para este lado y perderse en los caminos”, explica el oficial dominicano a cargo del operativo, quien pide que no se le identifique.
Y es que el oficial tiene claro que la verja acaba a unos cinco kilómetros de allí, por lo que los haitianos pueden cruzar con mucha facilidad por las montañas y burlar los controles policiales sería muy sencillo para ellos.
“En la frontera no hay problemas de inmigración (…) El problema es en Santo Domingo y las zonas urbanas grandes”
Diario Libre recorrió la totalidad de la verja que está levantada. Dos puestos militares dominicanos se levantan entre el inicio y el final de la cerca. Los primeros kilómetros discurren en paralelo a una carretera haitiana, para luego perderse entre escarpadas montañas, donde abundan los caminos informales.
Del lado dominicano es muy poca la actividad, pero del haitiano se ven pastores de cabras con sus burros de carga, agricultores arando con bueyes, motores a campotraviesa y caminantes que discurren entre los pequeños poblados fronterizos en Haití.
Justo antes de la pirámide o mojón divisorio número 178, la verja acaba. Los haitianos siguen en lo suyo, ninguno intenta cruzar, mientras el equipo de Diario Libre se entretiene pasando una y otra vez, de un lado hacia el otro, para tener la experiencia de salir y entrar de dos países, múltiples veces, en cuestión de segundos.
Nadie vigila, nadie lo impide. Los haitianos curiosos del otro lado miran, pero pronto pierden el interés en el espectáculo. Siguen en lo suyo, en su duro día a día, y ninguno se ve tentado a caminar unos metros y perderse en las montañas dominicanas, lo que confirma la teoría de un agente de Aduanas en Elías Piña.
“En la frontera no hay problemas de inmigración, porque los haitianos entran y salen, vienen a comprar o vender y se van. El problema es en Santo Domingo y las zonas urbanas grandes, donde ellos hacen más dinero”, expresa el oficial a Diario Libre sin decir su nombre, recalcando la conexión que hay en la capital con la realidad fronteriza.
Desde la frontera, el tema de la cerca divisoria se ve con otro crisol, como por ejemplo el del alcalde de Comendador, Julio Altagracia Núñez Pérez, aliado del presidente Abinader.
“Hemos visto que en otras comunidades fronterizas, el presidente ha llevado recursos para que se resuelvan las necesidades de la población y aquí en Comendador no ha llegado nada. Que nos den los recursos a la comunidad, porque se va vivir de eso, no de construir una verja. Queremos que el Gobierno venga en auxilio de Comendador, en Elías Piña”, expresa.
“Esta comunidad no está bien, no por los haitianos, sino porque no hay fuentes de ingresos, no hay forma de subsistir. El señor Presidente de la República sabe que no tenemos cómo arreglar, por ejemplo, los caminos vecinales. Hay otras necesidades que el presidente Luis Abinader, que es mi amigo, me prometió que se iban a hacer”, agrega el fogoso dirigente político, en un clamor que pide a gritos que se priorice a quienes viven en la frontera y no a quienes dirigen desde la capital.
La Carretera Internacional
Metida entre las montañas que separan las provincias de Dajabón y Elías Piña está la Carretera Internacional, un camino de tierra y piedra cuyo nombre es esencialmente pretensioso, porque de carretera estos 48.3 kilómetros tienen muy poco.
Su tramo sur inicia en el poblado dominicano de Pedro Santana, al pie del río Artibonito, donde un hermoso balneario -en el cual locales y soldados apostados en un cuartel fronterizo allí, se bañan a diario- da la bienvenida a quienes se atreven a lanzarse a esta peligrosa travesía, marcada por la soledad, los montes secos, los precipicios, uno que otro puesto militar dominicano y algunos pueblos haitianos.
Por esta ruta, que discurre por la línea fronteriza, pululan motores montados por militares o nacionales haitianos, algunos camiones cargados con mercancía, vehículos oficiales o de oenegés y gente a pie, entre ellos niños, muchos niños.
Algunos de ellos van o vienen de la escuela y otros corren descalzos detrás de los pocos vehículos que pasan, pidiendo cinco pesos dominicanos en un español marcado por su acento creol. Es un juego peligroso, pues se acercan demasiado a los transportes o a los riscos, gritan sin parar “¡cinco pesos, cinco pesos!” o una frase en creol que suena “¡hue, hue, hue”, sucios por el polvo y sin que sus pies sientan las filosas piedras que abundan en el camino.
Los pocos pueblos visibles que hay en este dantesco camino son haitianos. Están llenos de esa miseria que caracteriza al país más pobre de América y al que menos recursos tiene de los dos que forman la isla de La Española. Contadas casas de bloques y cemento se ven en el panorama. La mayoría son de madera, algunas de barro y es inevitable preguntarse a qué se dedica esta gente.
En un momento del viaje, Diario Libre se cruza con una mujer adulta y una adolescente. No hablan español. Caminan por la ruta bajo el sol de mediodía con rumbo desconocido. En un punto salen y se internan en las montañas, sin quedar claro su destino, pues por allí el único rastro de civilización es un viejo letrero de Ron Brugal que anuncia que restan 50 kilómetros para llegar al centro de Restauración, poblado ubicado en Dajabón.
Fuera de unos pocos puestos militares dominicanos, el control de esta carretera es eminentemente de civiles haitianos. En los pueblos las escuelas están abiertas y los residentes cruzan entre un lado y otro de la que se supone es la frontera sin mayores problemas. Por estos lares no hay guardafronteras o militares que intervengan con los habitantes.
En el pueblito haitiano de Los Algodones está enclavada la marca de frontera número 75. Allí los residentes se pasan de un lado al otro como sino existiera una delimitación, pues lo recóndito del lugar borra cualquier rastro del límite binacional. En una zona como esta, en teoría, la verja podría ser levantada, y los haitianos no lo ven con buenos ojos.
“Yo no quiero eso, yo quiero a los dominicanos y haitianos juntos. No robarnos, que seamos una familia. Si necesito un dominicano, que venga, y que si un dominicano necesita un haitiano, nos unamos. No hace falta una verja, porque cada uno necesita a otro”, dice a Diario Libre el anciano Constan Orestil.
“¡Qué verja perimetral ni verja perimetral!… Ellos nos dan comida a nosotros y nosotros les compramos comida a ellos. Esto es un negocio binacional”
“El presidente dominicano debe entender que los haitianos que tienen papeles votan y votarán por él si hace cosas buenas. También hay haitianos que votan en Haití y el presidente haitiano no va a perjudicar a los dominicanos, porque no votan por él. Nosotros vivimos en paz en la frontera y quisiera que siga así”, agrega el hombre, con un rostro curtido por el sol y los años.
En el poblado de Tirolí, donde hay actividad comercial regular y los días de mercado el paso por la Carretera Internacional se complica, la visión de los propios dominicanos de que pase por allí una verja que separe ambos países no es bienvenida.
“¡Qué verja perimetral ni verja perimetral!… Ellos nos dan comida a nosotros y nosotros les compramos comida a ellos. Esto es un negocio binacional, es una sola isla. Ellos no son animales, son humanos también. Es un país pobre y a nosotros nos toca ayudarlos. El comercio tiene que seguir y no hay verja que pare eso. El socio principal de República Dominicana es Haití”, dice Daniel, un comerciante dominicano que opera en Tirolí con una pistola cargada amarrada a la cintura.
Pedro Luis Blanco Sosa, un dominicano de 32 años que también vive del comercio con sus contrapartes haitianos en este pueblo, ve el proyecto divisorio con recelo.
“Me las busco con los negros, comerciando y jodiendo. Será difícil que hagan la verja, porque somos muchos los dominicanos que nos las buscamos con los negros en la frontera. No pueden ponernos esto más fácil”, declara a Diario Libre.
A unos kilómetros de allí, acaba la Carretera Internacional, que convertida en una vía exclusiva dominicana, indica el camino hacia Dajabón, el corazón del comercio fronterizo en el norte de La Española.
Dajabón
Son las 7:45 de la mañana de un viernes y el sonido de un hormigueo humano se impone sobre el puente que separa a República Dominicana y Haití en el punto fronterizo de Dajabón.
Es día de mercado y detrás de las enormes puertas de hierro, adornadas con el escudo de la República Dominicana, un mar de haitianos espera su oportunidad para cruzar y participar del impresionante festival comercial que se da dos veces por semana en esta localidad.
Los días de mercado pasan entre 10,000 y 15,000 personas por ese puente. Si en Jimaní se da el mayor intercambio comercial bilateral a gran escala, en Dajabón concurre el más grande conglomerado de gente que pasa de un lado al otro, con la finalidad de comprar o vender de todo lo posible, sea comida, ropa, zapatos, carteras, artículos de cocina, cerveza y ron haitianos, productos de limpieza, entre muchas otras ofertas.
La mayoría de los que están allí o pasaron la noche en el lugar o estuvieron muchas horas aguardando por la apertura de los portones. El murmullo de las miles de personas y el retumbar de sus movimientos, se sienten por todo el puente.
Del lado dominicano, oficiales armados con fusiles y cubiertos con pasamontañas abren una reja contigua a los portones principales y se desata el infierno. Dada la situación del COVID-19 -o a la presencia de periodistas- los soldados deciden no abrir los portones principales y canalizan la gente por una pequeña puerta a la izquierda del puente.
Rabiosos, quienes esperan en las primeras filas detrás de los portones, comienzan a dar golpes y a empujar, mientras los soldados dominicanos intentan impedir que el forcejeo quiebre las cadenas.
La pequeña entrada no da abasto para quienes, apresurados, buscan entrar a toda prisa para ubicarse pronto en sus puntos de venta o alcanzar las mejores ofertas y regresar temprano para cruzar de regreso sin problemas.
Cuando parece que el caos se apodera de la escena, un musculoso oficial de Aduanas de Haití aparece y a fuerza de garrote impone el orden. Reparte palos del otro lado y ordena las cosas, mientras los oficiales dominicanos le dan la mano y abren las dos hojas de los portones, para ampliar la ruta de entrada. Lentamente el tráfico de personas comienza a fluir, sin que los militares dominicanos hagan intento alguno por detener el flujo del otro lado del puente.
La entrada al edificio del mercado se convierte en la próxima sede del caótico amanecer. El flujo de haitianos se mezcla con los miles de dominicanos que llegan hasta aquí para comprar y vender, por lo que el espacio luce como un caldo de cultivo para cualquier tipo de contagio, entre ellos el COVID-19.
A pesar de que las autoridades sanitarias dominicanas exigen medidas preventivas, entre ellas el uso de máscaras, el distanciamiento físico en ese avispero de gente es imposible. Los militares dominicanos bromean y aseguran que los haitianos son tan duros, que no les da COVID-19.
Lentamente, con el paso de las horas, el caos toma orden. Se arma un flujo continuo de gente en la zona del puente y del mercado, mientras otra larga cola de personas cruza por el río para acceder a la zona donde se vende pollo, separada de la nave principal para fines de salubridad.
Frente al mercado binacional, Diario Libre conversa con el general José Manuel Durán Infante, director general del Cuerpo Especializado en Seguridad Fronteriza Terrestre (Cesfront), quien explica que la frontera está en orden, con conflictos mínimos, pero la verja divisoria se hace necesaria desde una perspectiva práctica, sobre todo, para detener la migración ilegal y el contrabando.
“Próximo a los pasos formales, que están asegurados con personal y tecnología, también tenemos algunos pasos informales. Más lejos, la frontera es porosa y hay lugares inhóspitos que se convierten en refugio de paso de indocumentados o de contrabando”, expresa Durán Infante.
“Nuestras amenazas actuales son la inmigración irregular, la depredación ambiental, el narcotráfico, así como el contrabando y el robo de vehículos y ganado, por lo que todo lo que se ponga en la línea fronteriza que contribuya a la seguridad viene a ser un alivio… Una vez colocada la verja, va a controlar mucho el contrabando, el robo de ganado o de vehículos, porque a una altura de 13 a 15 pies, no puede pasar un vehículo o una vaca.
En los lugares donde se ha levantado esta valla, se ha reducido considerablemente la actividad ilegal”, agrega, mientras a su espalda el vaivén de gente continúa, una actividad intensa, que deja al descubierto la interdependencia que existe entre estas naciones y la importancia del comercio bilateral, sea con verja o sin ella.
Montecristi
Cae el sol en la boca donde el río Masacre, que marca en varios puntos la línea divisoria entre Haití y República Dominicana en el norte de la isla de La Española, y la actividad en el paso informal de Manzanillo, en Pepillo Salcedo, se mantiene.
Desde el lado haitiano, una yola trae un grupo de personas que cruzó a Haití a predicar el Evangelio y se devuelve con la compañía de algunos haitianos que iban a comprar alguna cosa o a visitar familiares.
Los viajes de la yola, por los que se cobra entre 50 y 100 pesos dominicanos, van y vienen sin parar, mientras un militar dominicano, sentado en una silla plástica con su fusil al costado, no hace nada para evitarlo y no pide documento alguno a los que se mueven entre un lado y el otro de la frontera. “Esto es tranquilo. Esta gente que pasa por aquí va para la iglesia, a comprar, a visitar algún familiar, pero se regresan. Son gente buena”, afirma a Diario Libre, sin despegar la mirada de su aparato celular.
Toma menos de un minuto cruzar el cauce del Masacre para estar a un lado o al otro. Como ha sido usual en toda la frontera, no poca gente aquí prefiere no ser fotografiada o identificarse, aunque hay personas, como el comandante de una de las yolas, que no tuvo problemas en salir en las fotos, pero prefiere no decir su nombre a la hora de hablar con Diario Libre.
“Aquí pasa gente de un lado para otro hasta de noche. Hay gente que duerme en una de las orillas y se pasa al otro lado por la mañana. Viene mucha gente de Haití a trabajar, comprar y vender, pero son gente buena, aquí no hay problemas”, sostiene el navegante, a quien la idea de una verja no le causa gracia alguna.
“Si nos ponen una verja aquí, no tendremos modo de vida y esa gente se morirá de hambre. Yo soy dominicano y creo que esa no es la salida, porque los que quieren hacer cosas malas se las van a inventar siempre”, agrega.
Ivonne Baptiste es haitiana residente en Manzanillo desde hace 11 años y está casada con un pescador. Dice que ambos están legales en la República Dominicana y que sus hijos son dominicanos. Es líder de una congregación evangélica y diariamente cruza a Haití para llevar comida, ropa, predicar y traer personas a su iglesia en el lado dominicano. La idea de una verja divisoria no la hace feliz.
“Me preocupa porque por este lugar pasa gente que tiene papeles o gente que viene a atenderse problemas de salud y se va. Hay gente que viene a vender algo y luego se va. Aquí no hay problemas con los haitianos, nos llevamos bien… En Haití la vida está muy dura, difícil, y ellos vienen temprano a vender algo, se llevan su comida para su familia y regresan a Haití”, manifiesta Baptiste.
Mientras ella habla, el militar sigue en lo suyo y otra yola, a lo lejos, llena de paquetes y con tres personas abordo, cruza lentamente y se pierde en el manglar de las costas haitianas.
La pirámide 01, el mojón que inicia el conteo de los 380 kilómetros de frontera entre Haití y República Dominicana, está enclavada en la boca del río Masacre. Al atardecer, esta zona fronteriza es lo más parecida al paraíso y, al sentarse sobre el monolito de concreto que indica la división entre un mundo y otro, el panorama invita a la reflexión y a cuestionarse si un paisaje como este merece ser alterado con una verja divisoria.