¿Dónde estaba el Estado? La tragedia del Jet Set y el precio de la indiferencia institucional
No está bueno el camino

Cada día que pasa se ensombrece más la senda que llevamos. Son muchos los signos que van apareciendo, que nos indican que no vamos bien.
Ahora está a la vista que la tremenda situación haitiana no es definible sólo con patrones criminológicos, señalando que hay que hacer el desarme de las bandas criminales para que todo se despeje “y vuelva algún grado de normalidad”, que nadie se atreve a predecirlo.
Hay implicaciones de otra índole en la cuestión del “desarme”. Se ha visto al través de la transformación de la motivación de las últimas protestas; lo que se está imponiendo es la exigencia al Primer Ministro Ariel Henry, no sólo de que se vaya, sino que retire su solicitud expresa a ONU para el envío de fuerzas militares especiales encargadas de procurar la normalidad de aquel territorio en manos de bandas criminales incontrolables.
Resulta, de momento, que todos los sectores tradicionales de la agónica clase política haitiana se rebelan en nombre de su sagrada soberanía y repugnan contra toda intervención extranjera; es decir, que de repente las bandas pasan a ser protegidas por el alarde de un sentimiento nacional histórico, la independencia.
Se tiene así la falsa creencia de que todos debemos abominar del caos; que éste es lo más indeseable que puede existir. No. No son pocos los que lo disfrutan y procuran; es más aún, los que lo necesitan para derivar ventajas, usándole como garrocha para saltar las dificultades de sus cálculos de conveniencia, cual método espantoso de imponer sus decisiones y proyectos.
Esa última utilización del caos es la que se ha urdido como trampa y se ha venido consolidando, como maquinación de la Geopolítica, en la Isla de Santo Domingo.
Para el análisis comprensivo, pues, de esa felonía vergonzosa de los poderes de la tierra, podría bastar el examen de la forma abrupta en que se produjo la salida y el abandono de Haití por Minustah; algo que procurara ONU, que si se contrasta con el mandato que autorizara la ocupación de sus fuerzas militares multinacionales, se vería como un descalabro terminal del Organismo internacional.
¿Por qué ese énfasis en el señalamiento? Porque “asegurar la paz” y “preservar el orden público”, en casi dos décadas que permanecieran esas fuerzas, sólo dieron por resultado: cero paz y cero orden público. Un fracaso rotundo.
Pero el análisis no debe detenerse ahí, sino que debe de atender a los antecedentes preparatorios del desastre; yo diría del caos programado. Sólo habría que abrevar en la mejor fuente que puede haber: la autobiografía del ex Presidente Clinton, “Mi Vida”, una fascinante confesión de un hombre de talento, capaz de relatar sus errores para con Haití en una forma muy clara, pero bajo el hechizo de su inteligencia, resulta un relato inocuo de un caminante, ajeno al pavor que quedaba como rastro. Así de ameno y lúcido es el ex Presidente Clinton.
Ahora bien, los hechos lo aguardaban para desnudar la trama inmensa de esos propósitos oscuros de la Geopolítica.
Aristide fue derrocado, pero tarea de Washington fue restituirle en el poder y para hacerlo se utilizó el impresionante espectáculo de una flota de barcos y aviones de guerra, que llegó a parecer una caricatura divertida de la gesta inmensa de Normandía. Fue un error catastrófico, pues el Presidente de los Estados Unidos tenía toda la información del papel jugado por los Carteles de la Droga en los sucesos de derrocamiento de aquel cura bravío, que luego de repuesto, tuviera que llevárselo el Presidente Bush, medio amarrado, hasta Sudáfrica. Al grado de que ésta es la fecha que no ha vuelto a sacar cabeza, aparentemente. Esto, porque su movimiento no ha desaparecido, tiene sucesores y vecindades escalofriantes, no sólo mediante el clásico trato con los Carteles, sino con las pandillas criminales.
Clinton se había empecinado en la disolución del ejército, no de los Carteles de la Droga, aunque debe decirse, en honor a la verdad, que el ejército había degenerado hacia otro Cartel, pero era depurable y hubiese jugado un papel de control vital de la paz de ese desgraciado pueblo.
En esa autobiografía donde confiesa Clinton olímpicamente cómo él realizó las operaciones y cuál fue su actitud nada más y nada menos frente a los consejos y recomendaciones del ex Presidente Carter, del General Collin Powell, del Senador Num, ante las alternativas siempre inescrutables de salir de aquella tragedia.
Voy a transcribir sólo algunas de las admisiones que hace Clinton, sin reconocerlas como errores; al contrario, dejando entrever satisfacción por haber persistido e imponer sus criterios, se diría hazañosos, por no atender a la prudencia de aquellos hombres notables, nombrados por él mismo para ayudar a salir de aquel atolladero insólito.
Creo que lo más conveniente hoy es reproducir las páginas 714, 715, 716 y 717 de la Autobiografía del expresidente Clinton, porque el público que no haya leído esa obra fascinante, pese a algunos contenidos negativos, debe conocerlo; precisamente ahora, cuando las pandillas criminales, después de un “magnicidio de aposento”, se han hecho cargo de Haití y esas Naciones Unidas que el Presidente Clinton describe en su autobiografía, hoy luce más engañosa que nunca, sencillamente porque los propósitos estratégicos están destinados a la destrucción del Estado Nación República Dominicana. Es esa la verdadera guerra de baja intensidad. Hasta ahora, al menos.
“… En aquel momento, ya llevaba dos años tratando de alcanzar una solución pacífica y estaba harto. Hacía más de un año, Cédras había firmado un cuerdo para traspasar el poder, pero cuando llegó el momento de irse, sencillamente se negó.
Era hora de echarlo, pero la opinión pública y la tendencia del Congreso eran contrarias a esa idea. Aunque el caucus negro del Congreso, el senador Tom Harkin y el senador Chris Dodd me apoyaban, los republicanos se oponían firmemente a cualquier acción; la mayoría de demócratas, incluido George Mitchell, pensaban que trataba de arrastrarlos a otro precipicio sin el apoyo de la ciudadanía ni la autorización del Congreso, Incluso había una división interna en la administración. Al Gore, Warren Christopher, Bill Gray, Tony Lake y Sandy Berger estaban a favor. Bill Perry y el Pentágono estaban en contra, pero habían preparado un plan de invasión por si yo daba orden de atacar.
Yo creía que debíamos actuar. Estaban asesinando a gente inocente en nuestras narices, y ya habíamos gastado una pequeña fortuna para atender a los refugiados haitianos. Naciones Unidas apoyó unánimemente la expulsión de Cédras.
El 16 de septiembre, en un intento de última hora de evitar una invasión, envié al presidente Carter, a Colin Powell y a Sam Nunn a Haití para intentar persuadir al general Cédras y a sus seguidores en el ejército y en el parlamento de que aceptaran pacíficamente el regreso de Aristide; Cédras debía dejar el país. Por distintas razones, todos se mostraban en desacuerdo con mi decisión de utilizar la fuerza para devolver el poder a Aristide. Aunque el Centro Carter había supervisado la arrolladora victoria de Aristide en las elecciones, el presidente Carter había desarrollado una relación con Cédras y dudaba del compromiso de Aristide con la democracia. Nunn estaba en contra de la vuelta de Aristide hasta que se celebraran elecciones parlamentarias, porque no confiaba en que Aristide protegiera los derechos de las minorías si no existía una fuerza de compensación establecida en el parlamento. Powell pensaba que solo el ejército y la policía podían gobernar Haití, y que éstos jamás colaborarían con Aristide.
Como los acontecimientos posteriores demostraron, había algo de razón en sus afirmaciones. Haití estaba profundamente dividido, económica y políticamente; no poseía ninguna experiencia democrática previa; no había clase media como tal y tenía una escasa capacidad institucional para gestionar un estado moderno. Aunque Aristide volviera sin complicaciones, quizá no lograría gobernar. Sin embargo, él era el presidente -había salido elegido por mayoría aplastante- y Cédras y su panda estaban matando a gente inocente. Al menos podíamos detener ese estado de cosas.
A pesar de sus reservas, el distinguido trío se comprometió a comunicar fielmente mi política. Querían evitar una entrada norteamericana violenta que pudiera empeorar las cosas. Nunn habló con los miembros del parlamento haitiano; Powell contó a los mandos militares, en términos muy gráficos, qué sucedería si Estados Unidos invadía la Isl y Carter se dedicó Cédras.
Al día siguiente fui al Pentágono para repasar el plan de invasión con el general Shalikasvili y la Junta del Estado Mayor y, por teleconferencia, con el almirante Paul David Miller, el comandante de la operación global, y el teniente general Hugh Shelton, comandante del Decimoctavo Cuerpo Aerotransportado, que encabezaría nuestros soldados en la isla. El plan de invasión requería una operación unificada, en la que estaban implicados todos los cuerpos del ejército. Dos portaaviones se encontraban en aguas haitianas; uno transportaba fuerzas de las Operaciones Especiales, el otro, soldados de la Décima División de Montaña. Los cazas de las fuerzas aéreas estaban dispuestos para garantizar el apoyo aéreo necesario. Los marines tenían la misión de ocupar Cap Haitien, la segunda ciudad más grande del país. Los aviones que transportaban a los paracaidistas e la Octogésimo Segunda División Aerotransportada saldrían de Carolin del Norte y ellos saltarían sobre l isla justo al inicio del asalto. Los SEAL, entrarían antes para explorar las zonas designadas. Ya habían realizado un asalto de prueba aquella mañana; habían salido del agua y arribado a tierra sin ningún incidente. La mayoría de los soldados y del equipamiento debía entrar en Haití para la operación llamada “RoRo”, por “roll on, roll off”. Los soldados y los vehículos avanzarían en lanchas y navíos de desembarco para el viaje en Haití y luego se replegarían en la costa haitiana. Cuando la misión se hubiera cumplido, el proceso se revertiría. Además de las fuerzas norteamericanas, contábamos con el apoyo de otros veinticinco países que se habían sumado a la coalición de Naciones Unidas.
Cuando faltaba poco para la hora de nuestro ataque, el presidente Carter me llamó y rogó que le diera más tiempo para convencer a Cédras de que se fuera. Carter quería evitar a toda costa una invasión militar. Y yo también. Haití no tenía ninguna capacidad militar; sería como disparar contra una diana inmóvil. Acepté darle tres horas más, pero le dejé claro que el acuerdo al que llegara con el general no podía contemplar ninguna ilación en el traspaso del poder a Aristide. Cédras no podía disponer de más tiempo para asesinar niños, violar a jóvenes y mutilar a mujeres. Ya nos habíamos gastado doscientos millones de dólares para proporcionar refugio a los haitianos que habían dejado su país. Yo quería que pudieran volver a sus casas.
En Port-au-Prince, cuando el límite de las tres horas se agotó, una multitud furiosa se congregó frente al edificio donde aún se desarrollaban las negociaciones. Cada vez que yo hablaba con Carter, Cédras proponía un trato distinto, pero todos ellos le daban cierto margen de maniobra para ganar tiempo y postergar el regreso de Aristide. Los rechacé todos. Con el peligro fuera y el plazo para la invasión a punto de cumplirse, Carter, Powell y Nunn siguieron esforzándose por convencer a Cédras, sin éxito. Carter me suplicó más tiempo. Acepté otro plazo; hasta las 5 de la tarde. Los aviones con los paracaidistas debían llegar justo después de que cayera la noche hacia las seis. Si los tres seguían negociando para ese entonces, correrían un peligro mucho mayor a manos de la multitud.
A las 5:30 seguían allí y la situación era mucho más peligrosa, porque Cédras ya estaba enterado de que la operación había empezado. Había estado vigilando la pista de aterrizaje de Carolina del Norte, cuando nuestros sesenta y un aviones con los paracaidistas despegaron. Llamé al presidente Carter y le dije que él, Colin y Sam tenían que irse inmediatamente. Los tres hicieron un último llamamiento al jefe titular del estado de Haití, el presidente de ochenta y siete años, Emile Jonassaint, que finalmente dijo que elegiría la paz en lugar de la guerra. Cuando todos los miembros del gabinete aceptaron, menos uno, Cédras por fin cedió, menos de una hora antes de que el cielo de Port-au-Prince se llenara de paracaidistas. En lugar de eso, ordené que los aviones dieran media vuelta y regresaran a casa.
Al día siguiente, el general Shelton lideró a los primero quince mil hombres de la fuerza multinacional hacia Haití, sin que hubiera que disparar un solo tiro. Shelton era un hombre que llamaba la atención, medía más d metro ochenta, tenía el rostro cincelado y un deje sureño ligeramente arrastrado. Aunque era un par de años mayor que yo, seguía saltando en paracaídas regularmente, junto con sus soldados. Tenía aspecto de ser capaz de deponer a Cédras él solo. Yo había visitado al general Shelton hacía poco tiempo, en Fort Bragg, después de que en un accidente de aviación, en la base aérea cercana de Pope, murieran algunos hombres que estaban de servicio. En la pared del despacho de Shelton había fotografías de dos grandes generales confederados de la guerra de la Independencia, Robert E. Lee y Stonewall Jackson. Cuando vi a Shelton por televisión en el momento de saltar a tierra, comenté a un miembro de mi equipo que Estados Unidos había recorrido un largo camino si un hombre que veneraba a Stonewall Jackson podía convertirse en el libertador de Haití.
Cédras prometió cooperar con el general Shelton y abandonar el poder antes del 15 de octubre, tan pronto como la ley de amnistía general exigida por el acuerdo de Naciones Unidas se aprobara. Aunque casi tuve que arrancarlos de Haití, Carter, Powell y Nunn hicieron una valiente labor en circunstancias muy difíciles y potencialmente peligrosas. Una combinación de diplomacia obstinada y de amenaza militar inminente había evitado el derramamiento de sangre. AHORA ERA ARISTIDE QUIEN TENÍA QUE CUMPLIR CON SU COMPROMISO DE “NO A LA VIOLENICA, NO A LA VENGANZA, SÍ A LA RECONCILIACIÓN.” COMO TANTAS OTRAS DECLARACIONES POR EL ESTILO; ERA MÁS FÁCIL DECIRLO QUE HACERLO.
Como se puede apreciar, lo que ocurre hoy tiene raíces de cálculos sombríos de una inteligencia superior. Esto, si se retiene su pretensión expresa de establecer diecinueve Campamentos de veinte mil habitantes cada uno, que Balaguer rechazara a costa de ser vilipendiado en forma siniestra, al tiempo que se llevaba a una crisis política muy grave que ofreció como desenlace el cercenamiento del período presidencial en dos años.
Todo cuanto vino después como caos era previsible. Sin ejército, Haití terminaba de hundirse hasta caer en el extremo que hoy está, en manos de pandillas criminales, sin otro gobierno.
Pero, aquí se comienza a evidenciar mejor el caos como el método de que hablo al principio; un vacío previo de todo género de autoridad, a partir de un magnicidio inaudito por la forma y el lugar de la atrocidad de la muerte, pero, dando los resultados perseguidos, es decir, un derrame de una población despavorida, capaz de llegar a erigirse en un fenómeno jurídico de categoría internacional como el asilo territorial, que fuera la certera calificación que diera Balaguer ante la propuesta de los Campamentos de Clinton. Han logrado hacerlo cuatro veces más numerosos por invasión y ocupación territorial y, es increíble el poder detentado por un presidente norteamericano, y cómo puede influir y decidir en la suerte de otros pueblos. En verdad, aquí se ha visto plenamente.
Pero bien, estamos en medio de la aberrante cirugía y se ha complicado mucho, pues han surgido imponderables como los mega conflictos de escala mundial y están dentro de la región dos superpotencias. Es posible que nuevas opciones y versiones de gobiernos latinoamericanos puedan dar apoyo a una abrupta conversión de las pandillas criminales en guerrillas libertarias. Así podría terminar por trabarse un duelo a muerte en la Isla de Santo Domingo, que barrería con los atributos fundamentales de nuestro Estado, no de nuestra Nación.
Ahora, además, comienzan a aparecer muestras cínicas del gran entuerto de la isla de Santo Domingo. Basta enumerar algunos componentes del contexto actual: a) Estados Unidos que envía cincuenta automóviles a la policía haitiana para apoyar sus esfuerzos de pacificación. b) Canadá, que manda equipo militar de fuego pesado, semanas después. c) China convoca al Consejo de Seguridad de ONU para tratar el caso de Haití, pero se había abstenido de votar meses antes en una Resolución relativa al escabroso caso; d) Rusia, que pide a la Asamblea de Naciones Unidas, que las sesiones del Consejo de Seguridad se celebren a puertas cerradas; ésta se lo niega, pero el Consejo se reúne finalmente a hurtadillas, según parece, y Estados Unidos convoca nuevamente porque quiere intervenir según parece para incorporarse a la modalidad light de tres ejércitos suramericanos, protectores de un cordón humanitario.
En fin, un laberinto insidioso, bien pensado, por cada uno de los actores mayores, pero CERO DESARME DE PANDILLAS, así como CERO RESPETO A NUESTRAS POSICIONES y se pierde la palabra REPATRIACIÓN, que se convierte en una especie de intocable tabú. Se pretende santificar un Censo, que no es otra cosa que una partida de defunción de la Patria.
En suma, el camino está intransitable y serán los hechos, a medida que se vayan desarrollando, los que tendrán la última palabra acerca de nuestros destinos.
No es halagüeño; son muchas las maquinaciones, muchas las traiciones, las deserciones cobardes y sólo serán los puñados de siempre los encargados de lavar las ofensas.
Debo proponer mis preguntas de siempre: ¿No creen ustedes que el calificativo de “Cueva de Trampas” que le he dado a ONU, lo merece hoy más que nunca? ¿Qué sabe Estados Unidos, ya, sobre el papel real de las pandillas criminales y su eventual conversión en guerrillas libertarias? ¿Cuándo va el Jefe de la Política Exterior nuestra, el Presidente Abinader, a emprender las enérgicas reacciones cruciales que se necesitan, especialmente las relacionadas con el cuido de la integridad territorial? ¿El Censo propuesto es el patíbulo con que cuenta la trama? ¿Qué hará para defender la frontera jurídica de la residencia legal, la identidad y la nacionalidad, como ejes inconmovibles?
Todos esos enigmas están bullendo en mi conciencia, cuando estoy a punto de terminar mi paso por la tierra. Dios, misericordioso como siempre, espero que no nos abandone en este trance tan aciago.
tomado de lapreguntard